Queridos lectores,
Vale, esto es lo que he pensado: vamos a ir construyendo una historia juntos. Ayer estuve pensando, después de poner ese prólogo, en cómo seguir y me he dado cuenta de que es útil saber sistematizar en ciertos momentos. Escribir y el arte en general puede parecer algo bohemio que se hace con libertad, pero hay momentos en los que hay que saber seguir unas ciertas premisas, por llamarlo de algún modo.
Me he dado cuenta de que yo pienso en esto cuando escribo: Tienes que definir
1.- CUÁNDO: cuándo sucede la historia con respecto al tiempo histórico, al tiempo de los personajes y en qué orden se suceden los hechos. Por ejemplo, con este relato yo he comenzado por el final y entonces el personaje empieza a contar por el principio.
2.- DÓNDE: lugar, país, ciudad o entorno. Tienes que conocer el lugar en el que se va a desarrollar la obra completamente. Las calles, el clima, el idioma, la forma de ser de las gentes... Luego depende porque el personaje puede no ser autóctono así que tus conocimientos pueden variar. Pero, es importante para que cobre realidad hacer una investigación previa sobre el lugar del que se escribe.
3.- QUIÉN: mi parte favorita, definir la psicología de los personajes. Cómo son, por qué son así, cómo actúan en distintas escenas... Esto me encanta. También incluye el físico, claro.
4.- QUÉ. Todo qué irá siempre acompañado de un POR QUÉ. Esto es la historia en sí.
Vale, tras esta introducción, tengo que deciros que cada capítulo responderá a una de estas preguntas hasta llegar al qué, en el que se desarrolla la historia.
Como todavía no sé qué va a pasar en esta historia porque la voy escribiendo al día, aún no le he puesto nombre. Lo sigo pensando, se admiten ideas.
2. DÓNDE
Mi
ciudad siempre me había parecido un tremendo hervidero. No por los coches o las
aglomeraciones de turistas que ya formaban parte del paisaje urbano, sino por
la espesa niebla que siempre cubría las calles inundándolo todo, como el vapor
que se escapa de las ollas a presión. Parece un tópico, en realidad, lo es. La
niebla de Londres es tan conocida como los más destacados monumentos.
Cualquiera podría pensar que ha acabado convirtiéndose en un reclamo más para
el turismo extranjero o un bello adorno muy manido para los escritores en
ciernes, que gustan de utilizar lo bucólico de esta espesa humedad para adornar
los escenarios de sus obras.
Podría
ser así, menos por la excepción de que la niebla es real. Nos acompaña de
manera casi reconfortante, pues sabes
que, al menos, todos los días habrá algo conocido aguardándote.
Aunque
si hay una palabra que defina esta ciudad esa es agua. Estanques en cada
parque, el caudaloso Támesis, la incesante lluvia, más bien una llovizna que
cae de manera tan suave y constante que casi te olvidas de que está ahí. Es
curioso porque el agua de nuestra lluvia no moja. Nunca verás a un buen
londinense con miedo a la lluvia de un día cotidiano, los más atrevidos ni
siquiera precisan de un paraguas porque ya conocemos nuestro clima. La
incesante llovizna se ha convertido en una aliada que diferencia a los
autóctonos de los visitantes. Para mí, caminar bajo la lluvia siempre ha sido
uno de los pequeños placeres de la vida.
Vivo
cerca de Hyde Park. Cuando el trabajo me lo permite, suelo escaparme a pasear
por la hierba húmeda. Hay un pequeño estanque en el que suelen nadar un grupo
de cisnes, tan acostumbrados a las personas que incluso pueden llegar a comer
de tu mano. Yo no lo he intentado, claro, las aves nunca me han transmitido
demasiada confianza. Se marchan con el mal tiempo y vuelven en primavera, no es
el reflejo de un carácter, lo que se dice, leal y la lealtad siempre me ha
parecido un rasgo fundamental. Quizás porque me han traicionado más veces de
las que podría enumerar.
Aunque
intento alejarme del lago, dicen que los plumíferos son reservorios de
enfermedades que quiero seguir desconociendo.
No
está mal como localización estratégica, no es la zona más concurrida de Londres
y, al mismo, la estación de Paddington me permite sentirme en pleno bullicio. Salgo
de la estación y podría haber escogido otra parada más cercana a mi destino,
pero me apetecía andar, siempre me apetece. El tráfico, constituido
mayoritariamente por taxis, de Chilworth Street me recibe como un viejo
conocido. Recorro sus monótonas aceras hasta desviarme por Devonshire, solo
porque me gusta el nombre de esa calle. A mi paso me encuentro siempre con los
mismos lugares, las mismas personas. La chica cargada de libros que sale de la
pequeña biblioteca; las pulcras damas londinenses que salen de la capilla, los
vendedores de las tiendas, siempre en sus mismas posiciones.
Uno
podría estar tentado a pensar que las cosas no cambian, que la vida sigue
siempre el mismo curso. Te despiertas, te encuentras con tu ración de niebla
diaria, vas al trabajo, vuelves, bajas en la misma estación, recorres las
mismas calles, te cruzas con las mismas personas. Hasta que, de repente, un día
todo cambia. Sucede algo, así de golpe, que trastoca toda tu vida y ahuyenta la
familiar rutina que te había secuestrado sin que te dieras cuenta.
Bajo
por Craven Terrace y, antes de que pueda terminar de repasar mi mañana, ya
estoy percibiendo el aroma a hierba húmeda del parque.
Me
dejo embriagar por el familiar perfume, tan distinto a todos cuantos recorren
los recovecos de la metrópolis. Me pierdo entre los árboles, evitando las zonas
más concurridas por los turistas y me dejo caer en algún banco para pensar,
extraño pasatiempo. Así, un día tras otro. Y podía haber sido cualquier día, en
cualquier momento porque llegó un punto en el que todos mis días eran iguales,
una sucesión de repeticiones.
Hasta
que, un día, la encontré a ella.
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